La mujer de mi vida se fue pronto. Sin muchas canas. Me confié que iba a estar ahí siempre y…me equivoqué.
Todo queda ya un poco lejos pero ahí sigue. En mi memoria. Recordando esas pequeñas cosas y, a la vez, tan grandes.
Aprendí a mirar a través de su mirada. Esos ojos de lectora insaciable, siempre rodeada de libros.
No era de leer cuentos antes de dormir. Más bien se los inventaba. Y más que contarlos…nos hacía leerlos.
Desde siempre nos enseñó a amar las raíces. Y las tradiciones. Transmitiendo esa cultura que no encuentras en los textos. Tenía una gran memoria y nos contaba cosas que a ella le contaban y ahora ya nadie me cuenta.
Gran cocinera. Irrepetible. Lo estoy intentando pero ya es demasiado tarde. Sólo mi hermana ha heredado sus manos. Si solo pudiera comer una cosa en el mundo…su potaje de garbanzos.
Siempre alerta. Guerrera. De armas tomar. Con mucho carácter…pero mucho más amor.
Su perfume. Cierro los ojos y todavía huele.
Su ir y venir. Esa manera de caminar. El sonido de sus tacones…y esas medias negras por tantos lutos que tuvo que guardar.
Sus manos. Y su letra.
Sentada y cosiendo. Ese sonido metálico de la máquina de coser. Las vainicas, el alfiletero…y su dedal.
En su mecedora.
Cuando camino, mis palabras y mis arrugas me recuerdan eso de: «un día eres joven y al siguiente… ¡cómo me recuerdas a tu madre!» Y aunque no hay una vida igual a otra, a veces pienso que me estoy pareciendo a ella porque hago otras muchas cosas de esas que hacen las madres de toda la vida. Su verdad -con nuestros más y nuestros menos- y su consuelo…mi ejemplo.
Su risa inconfundible. Ella y «mis primeras veces». Sus preguntas y sus consejos, enseñando esa manera tan suya de hacer las cosas. El valor de la independencia, por ejemplo. Grandes lecciones de vida.
Abrazos infinitos y besos con ruido. Ir de su mano como mis hijos siguen haciendo conmigo. Su profunda ternura.
Sentimientos eternos.
Y aunque estoy convencida de que nunca pensó que la vida era otra cosa que lo que le había tocado vivir, se quedó sin cumplir más de un deseo. Le conocí unas ganas locas de disfrutar, distando mucho de querer ser perfecta y enfrentando cada día de su vida con (casi) las mismas fuerzas de la primera vez.
Fue su amor un amor sin grietas ni altibajos. Amor del bueno. Hizo su trabajo y lo hizo bien. Gracias mamá por enseñarme a vivir sin ti.
La maestra de mi vida. Ese instinto materno tan particular y tan suyo. Su voz aún suena en mi cabeza. Porque 18 años después de irse…aún me sigue dando lecciones.
Coco.
Fuente de la fotografía: Pinterest.
Qué bonito, amiga!
¡Bonitas nuestras madres que son las que nos inspiran a decir estas cosas que salen de lo más hondo!
Gracias amiga.