La semana pasada fui a la peluquería. Mi pelo pedía a gritos un buen repaso después de los efectos del verano. Y, como suele pasar cuando vas a este tipo de lugares, mientras llega tu turno, te adueñas de varias revistas para ponerte al día de la vida y milagros del famoseo. Hasta aquí todo normal. De pronto ¡susto y muerte! En la portada de una de ellas, la políticamente correcta (no diré más por mucho que insistáis), aparecen dos señoras retocadas no se sabe si por su peor enemigo. Sí, ese enemigo llamado Photoshop.
¿Susto? Sí. Mucho. Realmente impresionaba ver las caras de las protagonistas del reportaje. Casi irreconocibles. Y muerte. Muerte a la naturalidad. Muerte a la sensualidad. ¿Qué problema hay en mostrar unas curvas o alguna que otra arruga?
Antes de seguir romper una lanza a favor del enemigo en cuestión. En mi opinión es una herramienta muy poderosa y, por qué no, imprescindible en algunos casos. Me atrevería a decir que no hay medio que no lo use, ni foto publicada sin pasar por sus manos. Sobre todo cuando se trata de conseguir un determinado efecto. Pero… ¡dentro de un orden!
Está claro que a todos, o casi todos, nos gusta disfrutar de una imagen más atractiva. Hasta aquí también normal. Sin embargo existe una delgada línea que se traspasa con frecuencia llegando al ridículo. De pronto, se produce una transformación de tal calibre que – con todos mis respetos- llega a dar auténtica dentera. Reconozco que, como os pasará a muchos, el continuo abuso del PhotoShop está tan normalizado que ya no llega a sorprenderme… ¿o si?
Entre nosotros, ¿qué diablos pasará por esas cabezas para no aceptarse tal como son? ¿Qué les lleva a resultar absurdos, al patetismo…a la mentira?
Señoras ¡¿A quién pretenden engañar?!
¡Que la perfección no existe! ¡Además, es taaaaan aburrida!
Coco
Fuente de la fotografia: Pinterest