Soy muy de pueblo. Soy tan de pueblo que tengo dos. Uno, el paterno, con olor a salitre y sabor a mar. El otro, de parte de madre, en un lugar de La Mancha bañado por tierra roja y olivares. Son lugares pequeños de corazón grande. Son el sentimiento. Mis raíces. La herencia de mis mayores. Donde hice casi todo por primera vez…Y eso marca.
Son descubrir el sonido del campanario. Aprender a montar en bici, sin casco, y volver a casa con las rodillas machacadas. El sabor de un tomate recién cortado de la mata. Gigantes y cabezudos. La bota de vino. El ligoteo en los coches de choque. Darle a las pipas como una cosaca en el banco de la plaza y no perder ojo a los forasteros, objeto de deseo de nuestra adolescencia.
Son placeres. Despertar con el canto del gallo y…seguir durmiendo. Esa leche que mi abuela compraba al de las vacas y que hacía una nata gruesa increíble. Echar la siesta al ritmo de las chicharras. El empalagoso merengue de la confitería. Recordar lo mucho que brillan las estrellas. Salir “al fresco” para hablar más de lo humano que de lo divino. Imprescindible esa silla plegable y “hacer puerta” en medio de la calle para, de vez en cuando, mirar al cielo y “pegar la hebra”.
Son hacerte la valiente en la piscina municipal, con ese agua de manantial que helaba hasta el alma. Responder, una y otra vez, la eterna pregunta: “Y tú ¿de quién eres?”. El reencuentro con ese amigo del pueblo de toda la vida, que la mayoría de las veces resulta ser un primo lejano. El gin tonic del casino que sabía rayos pero que, por alguna extraña razón, te parecía gloria bendita. Recorrer los pueblos de la comarca, como una ferianta más, para no perder ni una verbena. Y contemplar cómo, sobre un viejo remolque, tres muchachos y una moza cantaban versiones imposibles de Peret, Fórmula V y algún que otro pasodoble hasta que llegaba “el agarrao” y esperabas que te sacaran a bailar.
Son vivir en la calle. A lo ancho y alto del pueblo, sin horas. El tiempo era lo de menos. Sentirte entre una gran familia porque, al final, todo el pueblo te sacaba “por la pinta”. Allí todo era sano. ¡Hasta el agua del pilón!.
Mis pueblos destaparon mi lado más salvaje. Beber a morro. O del botijo. Trepar a lo alto de la higuera. Salir a la calle en zapatillas. O, mejor aún, descalza. La sandía…a bocaos. La grasa y los pinchazos de la bici. Vivir ese amor de verano que durante meses venías soñando, al más puro estilo de las radionovelas. Bañarme sin hacer la digestión. Perderme por los callejones o subir al cerro del Sagrado Corazón sin avisar. Con colleja a la vuelta, claro. Escapar a la playa de Las Mulas y comer palmito salvaje por el camino. Éramos pequeños peligros públicos en plena libertad.
Son todas esas cosas que hay que vivir al menos una vez y que ya nunca olvidarás por muchos años que pasen. No había nada tan interesante como aquello que se podía hacer en el pueblo.
Volver al pueblo es tocar el cielo. Ralentizar el tiempo y recuperar la memoria. Nunca dejas de aprender. Siempre hay algún motivo para regresar.
Pueblo. Sinónimo de libertad. De inocencia. Olores. Sabores. Nostalgia. Refugio. Orígenes.
¿Lo peor de mis veranos de pueblo? Que se acababan. Con la única ilusión de que quedaban 365 días para repetir la aventura: celebrar la vida y compartirla.
Coco
Fuente de la fotografía: Cristina García Rodero (1978)
Comparto contigo todas esas sensaciones. Tener un pueblo en la vida marca mucho el carácter. Te hace ser amante de las pequeñas cosas y no olvidar nunca tu infancia. Qué te voy a decir yo si me casé con exprimo del pueblo… Me ha encantado leer este post. Besos
Sara
Y si te das cuenta, todos los que tenemos un pueblo tenemos grabados grandes recuerdos.
Bssss.