A las calabazas siempre les hemos temido… cuando se acercaba septiembre, por las notas, en cualquier época del año, por los ligues, y en Halloween por la lucecita del interior, que da un miedo “que pa qué”. El caso es que nunca nos han parecido un regalo, sino mas bien una maldición.
Llevo semanas encontrando calabazas por la calle, en el supermercado, en las tiendas de chuches, en la frutería (cómo no?), en adornos por la calle y hasta en el café. Así que parece que la cosecha ha sido buena, ¿o se habrá convertido esta baya de cáscara dura en una plaga de la que no nos podremos librar?
A mi que me perdonen, pero yo soy más de Don Juan Tenorio, de buñuelos, flores y huesos de santo. No hago visitas, pero pienso en los míos, que al fin y al cabo es lo que se celebra, acordarse de los que ya no están.
Llegados a este punto, he de reconocer que las calabazas me gustan, pero asadas, en crema, pastel o puré. También como elemento ornamental, pero no precisamente como las vemos estos días, acompañadas de brujas sin escoba o fantasmas sin disfraz, pero es que yo a esos me los encuentro durante todo el año y no me hace falta el atrezzo para reconocerlos.
El caso es que las calabazas están siempre mejor en el puchero, y a ti, que no te den calabazas, a no ser que las vayas a cocinar.
Reyes