Dicen que en la vida conocemos a muchas personas y nunca pasa nada. Hasta que alguien pasa y…pone tu mundo del revés. También dicen que no hay nada como observar. Y eso he hecho. Fue así como le descubrí. Viéndole atender a su enfermo. Escuchándole. Confesiones demoledoras que erizan la piel. Observándole. Sin perder un detalle de toda ella. Los cuidados continuos. Sin descansos ni olvidos.
Cuidar es algo difícil. Un trabajo duro donde los haya. Cuando una enfermedad llega, se convierte en la pesadilla de toda una familia. La realidad de un mal que se impone por encima del resto. Y ese mal es la suma de un conjunto de cosas, algunas de ellas imposibles de controlar. Cuidar a un enfermo no es solo dar medicinas, vigilar, atender…ni un problema de horarios o de planes de trabajo. Es todo eso y mucho más.
Es algo que te cambia la vida.
Su enfermo, como otros, hay días que amanece con una sonrisa en la cara. Pero hay otros que tiene un humor de perros, como se suele decir. Esos días son especialmente duros porque no le quiere a su lado y es entonces cuando ella se frustra. No se puede discutir con él, sólo seguirle la corriente. Y por mucho que le diga que no haga algo, lo sigue haciendo. Sin embargo ella conoce el rechazo y perdona esos errores de su enfermo porque sabe que, por encima de todo, es un ser humano que sufre.
Capaz como es de fortalecerse ante la enfermedad, se siente sola. Y es que en la mayoría de las ocasiones lo está. Porque mientras los demás siguen con sus vidas ella, dejando a un lado sus propias necesidades, le sigue aplicando la medicina del cariño. Y es que, sí o sí, el futuro está ahí. En la ternura.
Con un corazón hecho para querer, su fuerza no la encontrarás en los libros. Es rarísimo que duerma de tirón por las noches. Su enfermo le despierta varias veces porque está incómodo, pesadillas, ansiedad…vete a saber. En esos momentos de desesperación, de impotencia y de rebeldía, y con unas emociones difíciles de aguantar iguales a la tristeza, los miedos, algunos enfados y hasta culpa, a ella el cuerpo le pide gritar…y grita. Le ayuda a liberar estrés y a respirar, dice.
Ese sobresalto continuo en el que vive le ha hecho perder los nervios más de una vez. Está harta de la enfermedad. No de su enfermo. Saca fuerzas de donde no hay para frenar y pensar en lo poco positivo de todo esto. Sólo diez minutos y lista para volver a funcionar con la elegancia con la que, desde el primer momento, aprendió a entender la enfermedad para poder cuidar mejor a su enfermo. De nuevo vuelven las caricias, las miradas cómplices y los abrazos. Es…¡la rebelión de la ternura! Conjugando dulzura y firmeza. Porque es en estos momentos en los que, para ser fuertes, hay que ser débiles.
De puertas hacia adentro, su cabeza le repite una y otra vez eso de: “la vida de otro depende de mí”. Cuidar del más débil implica un sentido de responsabilidad que, a veces, es muy difícil llevar. Se mezclan sentimientos de culpabilidad y preocupación y el precio emocional a pagar es demasiado alto.
Con esa delicadeza que va directa al corazón, se confiesa y dice que no sabe si lo hace bien. No se quiere equivocar en algo tan importante como es el cuidado de su enfermo. “¡Claro que lo haces bien!” le suelto. Aunque ella no se lo cree.
“Te he visto. Y aunque eres de esas personas que no se rinden, si te enfadas de vez en cuando, no pasa nada. Si pierdes la paciencia, tampoco. Y si aun así no lo haces todo perfecto, pero con tu sonrisa, te aseguro que estás haciendo mucho. Porque el afecto es una necesidad básica del ser humano.
Y en el amor…no hay gesto pequeño”.
Coco.
Fuente de la fotografía: Pinterest.