Hay otoños que asoman cuando quieren. Y cada otoño me pasa igual. No aprendo. Siempre con la misma cantinela intento convencerme que esta vez voy a hacerlo mejor que nunca. Que sí. Que esta vez el cambio de armario lo voy a bordar.
Cada año el otoño, fiel a su cita, me pilla con las chanclas puestas y la manta en el altillo. Los termómetros nos vuelven locos, el aire fresco dice aquí estoy y el sol ya no nos calienta. Al mismo tiempo mis pies piden a gritos unos calcetines. Llega el momento de decir adiós al biquini y a las sandalias. La ropa de verano está nominada para abandonar el armario y dejarle paso a la de invierno. Deberá volver a las cajas, a las bolsas o al trastero. Es el momento de darle la bienvenida a los edredones, al terciopelo y a la lana.
En mi mundo ideal tendría un vestidor de película. Pero mi mundo no es ideal. Es real. Y sólo tengo armarios normales. De esos con lo que, cada tanto, toca hacer examen de conciencia.
El armario es un lugar muy interesante: habla por ti. De qué pie cojeas, del genio que gastas o de tus vicios. He comprobado que existe gente para la que el cambio de armarios es un auténtico ejercicio de relajación: tiempo para ti, a solas, música de fondo y una copa de vino…unas horas para practicar el amor propio y ¡a la faena! A tirar sin piedad mientras tu cabeza repite una y otra vez que te mereces ropa que te siente bien. Sin embargo, yo paso un mal trago cada vez que tengo que enfrentarme a ello. Llegaron los días de caos y cambio. Toca enfrentarme cara a cara con las compras compulsivas o con esas piezas que antes me ponía sin parar y ahora miro con horror. Confieso que soy una más de esas con prendas que no utiliza. Muchas de ellas me traen muy buenos recuerdos pero jamás las volvería a llevar.
Calculo el cambio de armario igual de mal que calculo las medidas para el arroz. Unas veces me paso y otras no llego. Además nunca sé por dónde empezar. Al final la realidad se impone. Llegó el momento de repasar una por una las prendas y ver a cuáles, a pesar de todas las historias que llevan a sus espaldas, les ha llegado la jubilación. Toca ser sincera conmigo. Mi armario es un caos lleno de “por si acasos”. Siempre lo intento pero nunca soy capaz de que esté ordenado más de una semana seguida. No sé dónde meter tal cantidad de ropa ni qué hacer con ella. Es un círculo vicioso del que no puedo salir: camisetas tripitidas, faldas de siglos anteriores o ropa que era de mi talla pero que, de repente, ya no.
Ordenar es enfrentarme a mí misma y no me suele gustar. Al ordenar los bártulos, sí o sí, hago un repaso de mis sentimientos y mis recuerdos. Una autentica cura de desintoxicación que nunca me viene bien. ¡Ni se te ocurra hacerlo cuando estés de mal humor! (o te arrepentirás). Tira del sentido común. Duele menos cuando empiezas por lo que no cuesta para, acto seguido, pasar a la acción y acabar deshaciéndote de todo lo que no usas. Una vez que empiezas no quieres parar. Y, si entra algo nuevo, que salga algo viejo. O mejor aún. Si entra uno que salgan dos para dejar espacio a las rebajas. Esta es la mejor parte. Piensa si de verdad lo necesitas todo… entonces, cuando termines, llegarás a la pura felicidad.
Los que saben de esto dicen que el truco está en adaptarse. Hay prendas que no tienen estación. Hay ropa que merece volver a ser vista. Y hay, también, algunas reliquias y tesoros que vuelves a encontrar en aquel lugar que ya ni te acordabas. Cada pieza tiene un papel que desempeñar.
Lo mismo ocurre con las personas.
Al fin y al cabo es lo que hemos hecho toda la vida.
Coco.
Fuente de la fotografía: Pinterest.