Una intenta escribir lo mejor que puede. Otra cosa es que lo haga bien o no. Jamás llegué a pensar que podía vivir de contar lo que me pasa y eso ayuda bastante a tener los pies en el suelo. Y lo bueno de escribir regular tirando mal (y a ratos) es que, sí o sí, refleja un estado del alma y ayuda a sacar lo que llevas dentro. Y aunque aquí cada uno finge lo mejor que puede y elige la careta del día nada más levantarse, por mucho que sepas mentir mejor que el mejor jugador de póker y no quieras escribir de tus miserias, a veces sale algo (o mucho) de ti. Inevitable. Así que la única opción es aprender a contar tus luces y tus sombras y hacer de ello algo bonito. Es una trampa sencilla que me ayuda a escribir sin presión, lo suficiente como para seguir metiendo la pata y no tener ningún pudor en contarlo.
Dicho esto, os confieso que dentro de mí sé que necesito bajar el ritmo. Será la primavera o una alergia extraña que no tenía hasta hace bien poco y aún no sé a qué se debe. O la edad. El caso es que las cosas van más rápido o más lento dependiendo de en qué momento te encuentres. A veces tú quieres un ritmo y tu vida quiere otro. Y en este momento la alergia, y la edad, me están pidiendo algo que no sé cómo interpretar. O sí lo sé…pero me resisto.
No os voy a recordar algo tan obvio como que no somos ordenadores, que el ser humano no puede estar disponible 24 horas los siete días de la semana y que con los años “la maquinaria” se resiente y tiene que pasar por talleres con más frecuencia que en tiempos pasados. Las canas van ganando terreno pero los cambios nos hacen más fuertes. Obvio también. Y el hecho de que el discurso que nos daban desde pequeños no se parezca nada a la realidad, no deja de carecer de importancia más allá de desmitificar a los Reyes Magos, al Ratoncito Pérez y a algún otro más.
Llegados a este punto no veía el momento de contaros que estoy dejando de ser esa madre que siempre tenía caldo en la nevera. Aunque lo fui. Ahora mis hijos tienen otras cosas de mi…pero eso no. Yo era madre de tener el congelador lleno de potitos caseros, perfectamente ordenados y clasificados según fueran de carne o pescado. Y el cambio vino sin quererlo, no hizo falta firmar un contrato. Nadie es capaz de identificar una etapa hasta que ha terminado. Y yo no iba a ser menos. Ellos son los mismos pero mi reacción no, seguramente por esa forma de responder al baño de realidad que día sí y día también me han dado los años. Confiar tanto en mis virtudes siempre dejaba una grieta al descubierto. Así que, después de varias grietas y algún socavón, he llegado a un acuerdo conmigo. Se trata de aprender a vivir en el mundo en el que estamos con mis errores, saber decir las cosas sin herir a los demás y dejarme de pretensiones que sólo me hagan alcanzar la gloria durante un rato para luego nada. Para luego volver a empezar…de otra manera.
Definitivamente, hay que aprender a perder.
P.D.: Ahora el caldo es…de bote. Y al pequeño le encanta.
Coco.
Fuente de la fotografía: Pinterest.