Luces y sombras. Sonidos, olores y sabores. El frío de la madrugá. Llantos. Cornetas. Velas. Banderolas y estandartes. Incienso. Arte en las calles. Almendras garrapiñadas. Tapear. De bar en bar. Saetas. El tintineo de medallas y rosarios. Flores. Las calles tomadas por las procesiones. Y, aunque a algunos no nos hagan falta excusas para comer, es la gastronomía de esta semana la que más me gusta de todas las celebraciones que hay a lo largo del año. Todo eso y más es la cultura de mi tierra. Y no puedo saber quién soy, sin recordar de dónde vengo.
Os confieso que no la entendí de una día para otro. Imagino que, como a muchos otros niños, su solemnidad, el silencio, la oscuridad y el luto me imponían tanto que tenía hasta miedo cada vez que veía algún capirote cerca. Ha sido con el tiempo cuando siento esta fiesta como mía y conforme pasan los años me gusta más.
No todo el mundo vale. La devoción tiene que estar presente. Se puede rezar de muchas formas y procesionar es una de ellas. Para algunos es un estilo de vida. Para muchos, su refugio. Cada cual a su manera.
Ver que el costalero se siente…costalero. Antigua tradición que pasa de abuelos a padres y de padres a hijos, ensayo tras ensayo a lo largo del año, para llevar su fe por las calles. Haciendo que el tiempo se pare. Dejando boquiabiertos a más de uno. Miradas atónitas. Trazando instantes sobrecogedores aunque no creas en lo que estás viendo. Y, bajo los faldones del paso, vivencias que para cada uno de ellos se quedan. Fuera, sin embargo, zancada firme pero lenta y al compás, todos a una meciendo la imagen con un andar majestuoso. Unos y otros abrazándose antes de entrar en faena o cuando termina la procesión. Compañerismo, hermandad, humildad. Detalles que les hacen diferentes. Algunos lo trabajan tanto y están tan atentos que, llegado el momento, las figuras parecen moverse solas al ritmo de los tambores. Hay un gran trabajo y esfuerzo. Son muchos kilos y muchas horas. Tienen que llegar hasta el final, aunque sea apretando fuerte los dientes, y…lo consiguen.
El capataz. Ese hombre que se desvive porque todo salga bien. Su trabajo silencioso y siempre oculto. No puede flaquear porque si se equivoca él, se equivocan todos. Sólo él decide no salir o tirar palante y tentar a la suerte. Conociendo perfectamente a sus hombres. Sabiendo incluso, con una mirada, lo que está pasando por cada una de sus cabezas. Él mejor que nadie sabe hasta dónde pueden llegar. Medir los tiempos, igualar a su cuadrilla, que no les venza el sueño, ensayar, calmar los nervios, improvisar, llevar el ritmo…esos y muchos más son los secretos del buen capataz.
A lo lejos el sonido de los tambores marca el paso y, de repente, aparece…el tiempo. El invitado más importante. Ese que, según le venga en gana,se carga de un plumazo meses de ensayos y hace que ninguna cofradía pueda recorrer estación de penitencia alguna. Las procesiones y la lluvia se llevan mal. Mejor dicho, no se llevan. Y esta vez,en forma de trombas y aguacero, el tiempo dijo a los cuatro vientos que venía para amargar la historia al mundo cofrade sin darle más mínima tregua. Ha sido este Abril el mes más lluvioso en el último cuarto de siglo. Toda el agua que no cayó a lo largo de un año se juntó para hacerlo en estas fechas. ¡Dichosa lluvia!
Tristeza. Decepción. Resignación. Impotencia…”Otro año será” es lo que siente un costalero cuando, después de tanto tiempo esperando el momento, el capataz da la orden de no salir. Porque desde el día que entraron a pertenecer a la cofradía saben que es todo un año preparando el acontecimiento más importante en la vida de la Hermandad.
Empieza otra vez la cuenta atrás, sabiendo que el año siguiente esta ahí, que la espera esta vez será más larga y que todo lo malo de este mundo fuera eso.
Todo esto…mirando de reojo al cielo.
Coco.
Fuente de la fotografía: Pinterest.