A lo largo de mi vida he intentado practicar, con mayor o menor éxito, el amor propio. Y he de confesar que es ahora, pasados los 50, cuando más disfruto de él…y cada día me gusta más. Y es que no hay nada como envejecer para darte cuenta de que la vida es muy corta como para estar esperando que las cosas pasen. (Todo esto con el precio de tener los párpados hinchados y estar más gorda pero también más sabia).
¿Magia? Rotundamente NO. Simplemente se trata, como en tantas otras cosas, de una cuestión de tiempo. O de saber elegir. O de experiencias. Porque de toda experiencia se aprende. Se aprende a saber lo que quieres y lo que no. A quién quieres en tu vida y a quien prefieres mantener lejos de ti…por amor propio. Y se aprende, también, practicar eso de “déjate llevar”. ¡Cómo cambian las cosas cuando una cambia!
El amor propio lo practico de muy diversas formas: con un calendario sin huecos vacíos ocupado por planes de esos que molan y mucho (por lo menos para mí), sonriendo a quien me busca las cosquillas y dejándole fuera de juego o, a veces, simplemente no quedándome con las ganas.
Es mi forma de escapar…necesaria y (creo) muy humana. No hablo de huir. Hablo de alejarme de la rutina cuando ésta me ahoga y estoy hambrienta de nuevas historias que vivir. Historias auténticas y sinceras. Porque en la vida lo que importa son las experiencias de verdad y he comprobado a lo largo de estos años que los recuerdos de esas experiencias serán mis anécdotas de mañana.
Ojo. Valoro de la misma manera la compañía que la soledad. Necesito tanto agotarme con mi vida social como pasar tiempo sola. No le tengo miedo. De hecho lo hago bastante y disfruto mucho de esos ratos de “yo conmigo” en los que he aprendido a querer a mi tristeza y darle la vuelta a las cosas consiguiendo que la vida se viva de una manera que no había sentido antes. O cuando te das cuenta que los mejores momentos de la vida pueden surgir un domingo cualquiera, cuando en tu cabeza ya está activada la tecla de “fin del finde”. Descubrir, de pronto, que esos malditos domingos se convierten en el lugar donde todo son risas y más risas no está nada mal.
¿Y qué es lo que hace que mi domingo se convierta en una auténtica fiesta?
Primero, rodearme de buenas personas. Buena gente que te hace pasar un buen rato. No hay más. Gente de esa a la que no le interesa tu cuenta de resultados. Gente sana que no necesita artimañas ni rodeos ni, por supuesto, que les hagas la pelota. Juntarte con buena gente es el único deporte en el que todos ganamos…o como diría el refranero popular:“Dime con quién andas y te diré quién eres”.
Y segundo, practicar el “aquí y ahora”. Y es así cuando de verdad me siento libre. Libre sabiendo a qué hora salgo pero no a la que volveré, hablando como si no hubiera un mañana, apostando a ver quién la suelta más gorda o siendo capaz de improvisar sobre la marcha. Sin necesidad de controlarlo todo y dando paso al súper poder de “déjate llevar”.
Al fin y al cabo los momentos más grandes de la vida son buenas anécdotas, de esas que te pasan cuando pierdes el control. Y es cuando llegas a ese nivel cuando, por fin, entiendes que lo bonito suele ser lo menos complicado.
Coco.
La foto es de un menú dominguero con mensaje de amor incluido.
Un mensaje con…súper poderes.
Tu escrito me ha hecho recordar un domingo de Diciembre hace unos pocos años, no sé si tres, en casa de Luis, un día de barbacoa que hizo que lloráramos de risa, de emoción, de borrachera… nunca olvidaré aquel Diumenge!!!! Y, cómo dices, lo mejor fue la compañía…
te quiero amiga!!!
¡Jajjajajaja! Que grande!!!
Me acuerdo perfectamente!!!
Un domingo de esos que dio para todo pero sobre todo dio para recordar que los amigos sois…la familia elegida.
P.D.: YO TE QUIERO MÁS!!!