Hay días que tenemos siempre tachados en el calendario. Pase el tiempo que pase. Y un recuerdo que estará en mí para siempre es el día de Todos los Santos tocando a muerto en el campanario de mi pueblo.
En mi infancia pasé muchos días de difuntos allí. En el álbum de mis recuerdos, ese día, las campanas de su iglesia repicaban día y noche. En otros lugares era sólo a medianoche cuando las campanas avisaban que en esta vida lo único seguro es la muerte. Cada pueblo tiene sus propias tradiciones y costumbres pero si hay una tradición común en todos ellos es la celebración del Día de Muertos. Una tradición que sigue muy viva, mágica y cargada de símbolos donde la muerte es a la vez una celebración solemne, religiosa y festiva. Una fiesta llena de vida que invita a hacer memoria, a rituales y a ceremonias. Los cementerios pierden su silencio. Toca limpiar tumbas y panteones. Todos los rincones huelen a flores. Aromas a flores recién cortadas, a cera, a incienso o a parafina para recordar a los que se fueron pero que estos días están más vivos que nunca.
Mis recuerdos de este día son muchos. No sabría ordenarlos. Las mujeres de mi familia cocinando en recuerdo de los ausentes. Las novenas por cada uno de ellos. Bécquer y su Monte de las Ánimas. Don Hilario. Don Jose Luis. La sacristía de Trinidad. El Tenorio, ese personaje seductor, traidor y cobarde que desafiaba a la muerte. Y, por supuesto, la Misa de Difuntos. La familia reunida y relatando historias de los que ya no estaban. Me acuerdo como si fuera ayer de la Tía Mari Pili contando anécdotas y chismes de todos nuestros muertos mientras, alrededor de la chimenea de Lolo, dábamos buena cuenta de los buñuelos y los huesos de santo de La Confitería.
Cada uno rinde honor a sus muertos, cada uno elige cómo los recuerda…y como quiere ser recordado. Y, cuando yo era pequeña, me enseñaron que ese día la muerte había que celebrarla, pero con una pizca de tristeza y meditación.
En mi casa era una fiesta de las de verdad. Toda una cita gastronómica y tradicional que mezclaba el moscatel, o cualquier vino dulce, con espíritus y fantasmas. Poniéndole cara a nuestros muertos. Vivencias, imágenes imborrables… Eran días de gachas migas. Y de galianos. O de unos gazpachos manchegos con liebre y perdiz. Felices, asábamos castañas a la lumbre mientras se hablaba alegremente de la muerte y, así, sentir cerca a los seres queridos.
¡Cuánta fuerza tienen las tradiciones!
Con el tiempo, y el fin de la niñez, todo cambió. Se fueron los abuelos, los padres y algunos amigos. Gente querida. Pero, desde hace 19 años, para mí es un día especial dentro del calendario de otoño. Un día de celebrar la vida. Nació…mi hija Laura.
Así es la vida.
Coco.
Fuente de la fotografía: Pinterest.