«I love siesta», vemos escrito en esas camisetas que se llevan los guiris como souvernir. Y con razón. La siesta es algo que nos caracteriza a los españoles y de lo que estamos muy orgullosos. No, no somos vagos, está demostrado científicamente que rendimos más después de una siestecita de 20 minutos, o al menos eso dicen.
Yo tengo que confesarlo, me encantan las siestas en todas sus vertientes y me gustaría poder disfrutarlas más a menudo, pero tener un «horario de trabajo europeo» no me lo permite, así que aprovecho los findes y las vacaciones para disfrutarla.
Me gusta la siesta en verano, en la playa, debajo de la sombrilla, esa en la que caes cuando estás leyendo tan agustito y de repente tus párpados pueden más que tú y te dejas llevar.
Me gusta la siesta en invierno, esa de sofá y mantita. La siesta en la que después de un cafe con leche y canela te pones a ver una peli y caes con todo el equipo. De repente abres un ojo y ves los títulos de crédito, aunque tu jurarías que la película acababa de empezar.
Pero la mejor de todas es la siesta que «duermes» en la cama. Pero ojo, no me refiero a la siesta de pijama, sino todo lo contrario, la siesta sin pijama, sin ropa, pero con compañía. Esa en la que una cosa lleva a la otra y después… duermes porque no te quedan fuerzas para para nada más. Esa si que es la buena.
El caso es que las siestas siempre se disfrutan y «después de» te sientes como nuevo. Una muy buena costumbre que no debo ni quiero perder y que disfruto cada vez que puedo.
Eso si, cuidadito con las proposiciones, no vaya a ser que te malinterpreten la próxima vez que le preguntes a alguien:
¿Nos echamos una siesta?
Reyes