“Cuando tenía seis años, vi una vez una imagen magnífica en un libro sobre la Selva Virgen que se llamaba «Historias Vividas…”.
Así empieza “El Principito”, el único libro que aún me acompaña en mi mesilla de noche desde la primera vez que lo leí.
¿Cómo eran las cosas cuando era una niña de seis años?
Esta pregunta, como pasa cada vez que lo leo, lleva varios días revoloteando por mi cabeza sin una respuesta que me convenza del todo. No sé por qué. Ni me interesa mucho ese por qué. Simplemente está ahí.
No soy de esas personas que se quedan ancladas en el pasado. Ni vivo de recuerdos. El ayer fue ayer y mañana…ya veremos. Lo importante es hoy. Pero reconozco que eso de volver a la infancia de vez en cuando está bien. Sobre todo cuando te encuentras situaciones que no sabes cómo narices resolver. Sí. Porque muchos de los problemas que nos preocupan hasta quitarnos el sueño dejarían de ser problemas y serían simples “baobabs” si los viéramos con los ojos de nuestra infancia.
Hablo de esa niñez donde la prisa no existía y el tiempo pasaba despacio. Se jugaba sin prisas. Y se vivía en la calle. Y reíamos, llorábamos, sentíamos…de verdad. Sin excusas. Esa infancia de caer y levantarnos día sí y día también. Aprendiendo la importancia de las cosas y poniendo el corazón en cada paso. Sin prejuicios.
Esa etapa que pasamos descubriendo historias que se quedaron en un rincón del alma y del que ya nunca salieron. Curioseando. Con la necesidad de comprender todo lo que pasaba a nuestro alrededor. Comprobando cómo algunas cosas dependían de ti, y para otras, necesitabas un amigo, ese “zorro” que todos necesitamos. ¡Qué importantes eran los amigos!
Una infancia donde no existía el miedo. O los límites. A pesar de esas rodillas amoratadas y llenas de rasguños que lucíamos como auténticos trofeos de guerra. Ese miedo que, con el paso de los años, forma una parte importante de nosotros hasta el punto de llevarnos a hacer lo que uno debe en lugar de hacer lo que uno realmente quiere. Esos límites que, a medida que crecemos, entran en nuestras vidas para quedarse. Para no perdonar ni pedir perdón. Para no cambiar aquello que no nos gusta.
Los adultos ya no somos así. Hemos perdido mucho de nuestra niñez en el camino. Si nos caemos, rogamos -a quien haga falta- que nuestra caída no se note. Nos asusta el ridículo. No reintentamos las cosas. Ya no vamos a por todas.
De repente, empezamos a correr. Demasiado. Se nos olvida jugar. Dejamos de lado la inocencia, la inexperiencia y lo más importante, nuestros sueños. Perdemos la pasión, la curiosidad…y nuestra imaginación se convierte en una simple “caja” que usamos cada vez menos. La sencilla sabiduría de los niños da paso a la estupidez humana. Y buscamos la seguridad. El equilibrio… ¿o la supervivencia?
En el mundo de los adultos, nos olvidamos de estar al lado de nuestra gente viendo pasar el tiempo despacio. Hay tantas rosas iguales que no nos paramos a buscar la nuestra. El recuerdo desaparece y las ganas de aventura por el Universo de los Planetas…también.
Releyendo “El Principito” tantos años después de la primera vez, es imposible no echar de menos esa época donde éramos felices con pequeñas cosas. Y me doy cuenta con rabia, con mucha rabia, de mi incapacidad para ver más allá. De lo limitada que me he vuelto con el paso de los años al confundir una boa tragándose una serpiente con un simple sombrero.
¿Cuántas cosas se pierden mientras crecemos?
¿En qué momento dejé de ser aquella niña que se ponía el mundo por montera?
«Todas las personas mayores han sido niños. Pero son pocas las que lo recuerdan» (El Principito)
Coco.
Fuente de la fotografía: Pinterest.